Palabras de bienvenida

Hoy, 97 aniversario del comienzo de la revolución mexicana, abro este espacio que espero sirva como punto de encuentro y reflexión a lectores, colegas y amigos. A todos, bienvenidos.
El que ahora escribe reconoce que no se encuentra fuera de la ballena. Forma parte de ella, al igual que todos y cada uno de nosotros. Es más, hijo de su tiempo y de su mundo, no goza de la absoluta certeza de que existan lugares fuera de alguna variedad de cetáceo. Reconocer estos hechos no tiene nada de derrotismo. Todo lo contrario. Nada ayudó tanto a otras generaciones a combatir al monstruo como reconocer que se encontraban dentro de él y descubrir exactamente el lugar que ocupaban en sus tripas. De nada sirve autodenominarnos libres si no sabemos hasta qué punto no lo somos.
Este será uno de los objetivos de este espacio. Colaborar con tantos otros a hacer consciente aquello que nos domina inconscientemente. Este proyecto crítico es de por sí un incomodo movimiento en el intestino del leviathan. Pues reconocer que hemos sido engullidos no quiere decir que aceptemos una sumisa digestión. El presente es un campo de posibilidades, un espacio de inflexión, de tendencias y direcciones. Y aunque no existan soluciones últimas, aunque ninguno de nosotros sea finalmente escupido hacia la orilla de alguna playa, nos mantendremos en constante movimiento hacia fuera de la ballena.
Salud a todos y que el viento de la historia os sonría

Hacia fuera de la ballena desde la historia social e intelectual

Aquello a lo que me dedico -afortunadamente no a tiempo completo- también habita el interior de la ballena.
El término historia intelectual no es muy de mi agrado. En primer lugar porque tiene el defecto de contribuir a la fragmentación de la disciplina, al acotar un dominio de estudio definido exclusivamente por criterios temáticos. De esta forma, bajo la etiqueta de "historia intelectual" se da cita lo más variopinto de la profesión unido, eso sí, por un rótulo que da cobertura académica a redes de investigadores, subvenciones, publicaciones y congresos.
Creo sin embargo que las divisiones y alianzas verdaderamente productivas tienen lugar primordialmente en torno a criterios teóricos. Cuando la historia social hizó su entrada triunfal en la academia lo hizo gracias, no desde luego a su innovaciones temáticas -esto, en todo caso fue una consecuencia- sino a que bajo su rótulo se escondía una apuesta teórica relativamente coherente. Es mas, no sólo relativamente coherente, sino decididamente crítica. La historia social mostraba que tras los acontecimientos políticos y las decisiones personales se ocultaba todo un inconsciente social que posibilitaba y condicionaba esos acontecimeintos y esas decisiones. Mostraba que detrás de los reyes estaban los pueblos, que detrás de los individuos se sitúaban las clases sociales, que detras de los eventos se ocultaban las estructuras.
Y esta es precisamente la segunda razón por la que el término historia intelectual no es de mi agrado. Digamos que, el rótulo no sólo no remite a una apuesta teórica, sino que su práctica -en mayor parte- adolece de una autocomplaciencia exasperante. El historiador, tan presto a desencantar al resto de los humanos y a sus prácticas, es reacio a hacerlo con los que, como él, se dedican a la producción de bienes intelectuales.
Por estas razones he decidido usar el término historia social e intelectual. La noción no remite a dos especialidades temáticas unidas, a la vez que separadas, por una conjunción. Remite a la puesta en práctica de un ejercicio crítico sobre la propia mirada intelectual. Un ejercicio a través del cual se arroje luz sobre el inconsciente social que posibilita y condiciona las producciones intelectuales. En definitiva, se trata de un intento de desocultar la dominación oculta que late tras nuestra profesión.
La finalidad última de este ejercicio no es crear una nueva subdisciplina académica. Es investigar y experimientar herramientas que puedan ser incorporadas, dentro de lo posible, en el trabajo cotidiano de cualquier historiador. Es plantar cara a la particular dominación que nos atenaza como ocupantes de una peculiar posición en la produccion social. Es contribuir a que la historia vire hacia fuera de la ballena.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Atropello académico

Con motivo del atropello del que ha sido víctima nuestro compañero Carlos Aguirre por parte de un tribunal perteneciente al Sistema Nacional de Investigadores de México, nos solidarizamos desde aquí con su persona y reproducimos la carta de protesta que él mismo envió y fue publicada por la Revista Proceso.


Señor director:


Permítame difundir esta carta para el director del Sistema Nacional de Investigadores, doctor Francisco Xavier Soberón Maneiro.

En México, donde hoy reina la impunidad política y jurídica, también parece reinar la impunidad académica. Al respecto, denuncio un acto arbitrario, vergonzoso e injusto, realizado en mi contra por la Comisión Dictaminadora de Humanidades y Ciencias de la Conducta del SNI, en la que participan, entre otros, los historiadores Guillermo Palacios, Juan José Saldaña y Mario Cerutti.

Fui evaluado por el trabajo de los últimos cinco años, con el resultado de ser reubicado del nivel 2 del SNI al nivel 1. Algunas de las razones que se esgrimen son:

1. Que no publiqué en “revistas de calidad internacional y arbitraje estricto”. Esta afirmación raya en el sinsentido. En estos cinco años publiqué 44 artículos (entre ediciones, reediciones y traducciones de mis textos), en revistas como Review, de la State University of New York; Comparativ, de la Universidad de Leipzig; Diálogos con el Tiempo, del Instituto de Historia Universal de la Academia de Ciencias de Rusia; Revista Colombiana de Sociología, de la Universidad Nacional de Colombia; Le Monde Diplomatique. Edición Polonia, o Lutas Sociais, de la Pontificia Universidad Católica de Sao Paulo, entre otras. Es decir, en las revistas de esos países más reconocidas internacionalmente, que realizan arbitrajes rigurosos de todos los ensayos que publican.

2. Que debo “diversificar las revistas en que publico”. Esto parece una mala broma de la comisión. Difundí mis artículos en 22 diferentes revistas, impresas y electrónicas, de 10 países (México, Alemania, Italia, Brasil, España, Colombia, Rusia, Estados Unidos, Argentina y Polonia) y en siete idiomas (español, alemán, italiano, portugués, ruso, inglés y polaco).

3. Que “no presenté producción científica en libros publicados en editoriales de prestigio académico”. Otra vez una afirmación ridícula. En los cinco años reportados publiqué 38 libros, editados en seis idiomas y en 12 países, entre ediciones, reimpresiones y traducciones. Lo hicieron Editorial Era, de México; El Viejo Topo y Montesinos, de España; la Editorial de la Universidad de Leipzig, en Alemania; el Centro Juan Marinelo, de Cuba; L’Harmattan, de Francia; Papirus y Cortez Editora, de Brasil; Editorial LOM, de Chile; Editorial Krugh, de Rusia; las universidades de Maringá y de Londrina, también de Brasil; la Universidad de San Carlos, de Guatemala, y Shandong University Press, de China, entre otras. ¿No son estas editoriales de prestigio académico?

Soy víctima de una injusta evaluación, pues estoy convencido de que ninguno de mis evaluadores tiene siquiera la décima parte del currículum vítae y de los logros míos, lo que puede fácilmente comprobarse cotejando nuestros respectivos historiales académicos.

Y me pregunto: ¿Quién evalúa a estos evaluadores del SNI? ¿Qué sucede cuando ellos no están capacitados para juzgar a uno de sus pares? ¿Cómo hacemos frente a sus errores, sus limitaciones, sus envidias y recelos frente a la historiografía realmente crítica? ¿Cómo enfrentamos su mezquindad y su prepotencia al evaluar un trabajo que no comparten, que no comprenden y que, por lo tanto, no pueden apreciar correctamente?

Confieso no saber las intenciones de esta injusta evaluación de mi trabajo intelectual por parte de esa comisión. Pero declaro públicamente que no logrará, en ningún caso, hacerme abdicar de la vocación crítica y del carácter independiente que, orgullosamente, he tratado siempre de darle a todo mi trabajo intelectual.

Como dice el sabio refrán popular: “No se puede tapar el sol con un dedo”. Por eso me reconforta el hecho de pensar que el tiempo pondrá a todos y cada uno en el lugar que realmente nos corresponde. ¡Al tiempo!

Atentamente

Doctor Carlos Antonio Aguirre Rojas

Carlos Rios sobre Vuelta de Siglo de Bolívar Echeverría


Mi amigo y compañero Carlos Ríos pública una interesante reflexión en torno al nuevo trabajo del pensador marxista Bolívar Echeverría Vuelta de Siglo acreedor del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2007. Una obra compleja, vibrante e incómoda para algunos. Espero que la atinada reflexión de Carlos -publicada en el número 11 de Contrahistorias- invite a su lectura.

Dialéctica del siglo XX. A propósito de Vuelta de Siglo, de Bolívar Echeverría

1. Para un historiador interesado en el sentido del siglo XX, es difícil imaginar un texto más complejo que Vuelta de siglo, de Bolívar Echeverría. Al leerlo da la impresión de que el autor, cuya condición de filósofo le ha permitido mostrar la dialéctica del iluminismo de una época en tránsito de prefigurar otra, esconde, por el contrario y de manera enigmática, a un poeta que contempla -al igual que el ángel de la historia- las ruinas del mundo moderno que el resplandor de la modernidad capitalista y el ideal de progreso han pretendido ocultar. Y este carácter intelectual de Bolívar Echeverría es lo que representa, a su vez, el rasgo principal del libro, característica que, en ocasiones, hace parecer al autor como inseparable de su creación.
Vuelta de siglo no es una ‘historia’ del siglo XX, de sus acontecimientos o de sus personajes, sino un descubrimiento de sus claves de acceso que, a modo de síntomas, de indicios, en un ejercicio de ‘pasar el cepillo de la historia a contrapelo’, muestran las cicatrices, los actos fallidos, la indiferencia y la negación de lo otro, que representan la ‘indefinición de sentido’, la ‘definición en suspenso’ en que parece encontrarse la historia actual. Es por ello que cuando Bolívar Echeverría dice que “no parece desatinado contar la historia del mundo moderno como una sucesión de los intentos que él ha hecho de resistirse a la esencia de su propia modernidad” (p.12) se refiere al hecho de que estos intentos son la señal de alarma de un peligro latente, de este carácter fragmentario o insuficiente de la propia historia, que hace que la tarea sea, precisamente, su desencubrimiento: practicar la historia (en este caso, del siglo XX) como desencubrimiento.
Para Bolívar Echeverría la identificación del instante en el que emergen los actos fallidos, los pasados que esperan la cita con el presente, las historias de los oprimidos que han sido expulsadas de la gloria de la historia de los vencedores, constituye el ‘sexto sentido’, el ‘olfato’ del historiador. Ese mismo ‘olfato’ al que se refería Marc Bloch cuando, en una metáfora, advertía que el historiador “se parece al ogro de la leyenda [porque] ahí donde olfatea la carne humana, sabe que está su presa”. La identificación de ese instante que se asoma reflejando en el presente toda su actualidad no constituye solamente de una virtud, sino que es toda una pre-condición del trabajo del historiador. Es una opción que puede convertirse en elección. Y a lo largo de las páginas, el autor cuenta una historia y enseña cómo es posible escribirla de acuerdo con la idea de Benjamin, de que “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence”.
Esto recuerda que la mirada del ángel de la historia no es una visión preciosista, un culto al tiempo que se ha ido, una autoconciencia de la historia que se asumiría dentro del reino de los muertos, como una devastación del propio género humano. La mirada del ángel, por el contrario, pretende “redimir al pasado”, apartarlo de las brumas en que ha sido sepultado por la historia de los vencedores para volverlo actual, para transformarlo en “el instante de peligro”, en “la chispa de la esperanza”, otorgándole una “vigencia vengadora” donde “el acontecer está por decidirse en el sentido de la claudicación o en el de la resistencia o rebeldía ante el triunfo de los dominadores” (p.128) como bien señala el autor.
Es frente a esta disyuntiva, de estos dos escenarios de claudicación o rebeldía, que se manifestarían, a favor o en contra, de un enemigo formidable que “no ha dejado de vencer”, donde la mirada a contracorriente adquiere toda su radicalidad, toda su actualidad. En esta mirada del ángel, que Bolívar Echeverría comparte sólo en el sentido de una superación de la catástrofe, existe una concepción de la historia y del tiempo de la historia. Él concibe la historia (una concepción heredada de Walter Benjamin y compartida con él), como una sucesión de rupturas, de hechos fallidos, de experiencias mutiladas que se hacen visibles a pesar de la prohibición de la historia de los vencedores, de la fatalidad del progreso, y de las ilusiones de la modernidad, mostrándose como un ‘relámpago’ que brilla sobre esta historia que oculta, que engaña, que pretende ser un relato apacible y acumulativo, basado en la expropiación de la experiencia de los oprimidos. ‘Historia de la negatividad de los sucesos históricos’, que sobrevive y subyace en la historia de los dominadores a pesar de haber sido desechada y supuestamente vaciada de su contenido rebelde o contestatario, pero que todavía está ahí; no bajo la forma de un pasado vencido o muerto, sino como el recuerdo de una advertencia, como una premonición de un retorno que irrumpirá en el presente con fuerza, llenándolo de contenido.
Es un discurso histórico sobre la experiencia que el género humano tiene de un fracaso sin fin, en un sentido adverso a la emancipación humana, a la construcción de un mundo para la vida. Pero para Bolívar Echeverría este no es un discurso que pretenda invitar a pensar en la imposibilidad de romper con el continuum marcado por la presencia victoriosa del valor que se autovaloriza; por el contrario, invita a pensar en vez de un destino ineluctable, en una tendencia en la que, a pesar de todo, todavía existe la posibilidad de encender una chispa de esperanza que permita vislumbrar un mundo alternativo, un mundo posible. Aunque esta posibilidad de transformación –un horizonte de expectativa- no es un discurso que tendría la misión de anunciar el predestinado advenimiento de la ‘fiesta de los oprimidos’, que acudiría a su propia cita con la historia en un momento en que el calendario marque la fecha de las revoluciones, sino que parte de la idea de que el pasado está vivo, que actúa sobre el presente modificándolo incesantemente, otorgándole un perfil determinado, concediéndole su propio sentido. Este horizonte de expectativa radica en la capacidad que tiene el presente de rescatar, de no olvidar lo que en él acontece, y de acudir, a “la cita que tiene con el pasado y que lo tiene en deuda con él” (p.128) desatando, entonces, su “vigencia vengadora”.

2. Por encima de la diversidad de los temas, Vuelta de siglo es un punto de encuentro, de cita. Lo es en el sentido en que la mirada escudriñadora, de latente inconformidad y a contracorriente, se suma al principio dialéctico y materialista; pero lo es también porque en este libro se reúnen los principales temas que el autor ha estudiado durante tres décadas: el estudio de la obra de Marx, el discurso crítico de Marx; la preocupación sobre el concepto de cultura, y el esfuerzo de aportar en la construcción de de una teoría materialista de la cultura; y el Ethos barroco, como clave de una propuesta, de un abordaje muy original aplicable a una cierta interpretación de la historia de América Latina.
De tal suerte que este libro representa una condensación de la experiencia que, sobre estos temas, ha adquirido el autor. Mas no por el hecho de que éste sea una simple compilación de temas “reunidos” por él, sino porque tiene un carácter excepcional, un lugar de excepción. En primer lugar, está el hecho de que es un libro escrito por un militante político –sutilmente oculto al igual que el poeta- que se auto-contiene, que se dota a sí mismo de una disciplina, para regular o controlar el desbordamiento de la apreciación sobre la capacidad transformadora de la voluntad humana, anteponiendo -en la medida que le es posible- al científico frente al militante político; sin que este procedimiento signifique una represión de su sensibilidad o una renuncia consciente del optimismo, de la posibilidad de la utopía. En segundo lugar, este carácter excepcional le está conferido porque las ideas de este pensador, tan abstractas y penetrantes, tan sutiles y prudentes, están siendo escritas en un momento de inflexión histórica como pocos han existido en la historia moderna. En esta hora decisiva, en esta época que prefigura otra muy distinta “cuando el ascenso de la barbarie global parece aún detenible” (p.39) el discurso crítico de Bolívar Echeverría es todavía difícil de ser pensado en toda su radicalidad. Pareciera que el sujeto social al que él le escribe –inmerso en un mundo donde el “realismo político” y la “revolución” todavía se entremezclan cotidianamente, en el que si incluso la política nos concierne a todos no es posible que por ello pueda pedirse que todos desarrollen por ella una pasión especial-, está en una situación tal que le es difícil alcanzar el nivel de exigencia de acuerdo con las altas demandas epistemológicas, éticas y políticas planteadas por este mismo discurso crítico.
Pero no se trata de un carácter inadecuado o extemporáneo (lo que invitaría a pensar en una casi imposibilidad de comprenderlo) sino de una divergencia de las miradas, de la posibilidad de ver lo mismo con idéntica profundidad, lo que propiciaría que la “cita” entre ambos se diera en momentos distintos. Cuando se cree haber alcanzado al autor, el lector advierte, con sorpresa y admiración, que las ideas que uno y otro ven, a pesar de ser las mismas, la desigual capacidad de penetración las hace parecer diferentes. Pareciera, entonces, que el lector común tiene todavía la dificultad de asimilar en toda su radicalidad la finura del lenguaje, la mirada dialéctica, el materialismo creativo, la visión de larga duración que constituirían el núcleo de este discurso crítico de Bolívar Echeverría. Un discurso que mantiene una extraordinaria vitalidad y actualidad, precisamente por el hecho mismo de su radicalismo potencial, que permite descifrar “el sentido enigmático que representan los datos más relevantes de esta vuelta de siglo”, (p.14) e invita a pensar en un modo de comprensión del mundo actual, en una posibilidad de un cambio que “tiene que ser radical, de orden y profundidad civilizatorios” (p.116) para evitar la catástrofe y crear un sistema histórico alternativo al capitalista.
Este es el punto de partida de la caracterización de nuestra época. Es una visión que a partir de una doble matriz, tanto dialéctica como de larga duración, intenta definir la situación actual –en esta vuelta de siglo- de la historia de la modernidad capitalista, y que al tiempo en que muestra las contradicciones de este proyecto, brinda también elementos de análisis que permiten avizorar las posibilidades históricas de transformación del escenario prospectivo, todavía abierto e indefinido, cuyos caminos podrían ser la profundización de la barbarie o la posibilidad de crear un mundo social alternativo. Y quizá sea este el mensaje profundo, el sentido de Vuelta de siglo: mostrar no sólo este momento en suspenso caracterizado por estas dos opciones históricas que se desarrollan paralelamente aunque con direcciones contrarias, sino también, y de manera aún mayor, la fuerza creativa de la sociedad, la voluntad de cambiar el continuum de la historia yendo en contra de “el sujeto real y efectivo de esa historia moderna que es la acumulación del capital”(p.264) en una acción guiada por una actitud de “ser de izquierda”, definida como una “actitud ética de resistencia y rebeldía frente al modo capitalista de la vida civilizada” (p.263). Sería pues a partir de este “ser de izquierda” que puede construirse, de acuerdo con la advertencia de Bolívar Echeverría, el proyecto de una modernidad alternativa a la capitalista que pueda orientar el tránsito civilizatorio por una vía opuesta a la de la catástrofe, alterando la dirección de la historia en la que estamos hoy, ahora, entrampados.

3. El discurso crítico de Bolívar Echeverría permite descifrar el registro profundo de esta situación de “suspenso” de la historia inmediata, a partir del análisis de aspectos que constituyen la historia de la modernidad capitalista. Aspectos que al ser vistos desde el observatorio del autor dejan de parecer “normales”, “comunes”, aún cuando sean parte de un registro cotidiano, volviéndose “excepcionales”, constituyéndose en señales, en claves de acceso a la comprensión de la múltiple identidad moderna de América Latina, a partir de la redefinición que el autor hace de conceptos como “mestizaje” o “barroquismo”. Y esta elección no impide observar el resto de los temas que representan una imagen centelleante de nuestra época, como la disminución de la importancia de la alta cultura en la vida cultural, que hace “tambalear el uso tradicional, canonizador y jerarquizante de los libros y la lectura” (p.36). O la “religión de los modernos”; el espejismo o encantamiento del carácter de fetiche de la mercancía, donde la confianza en la “mano oculta del mercado” implicaría creer en una “entidad metapolítica”, en un dios revestido, cuya fe se debería a una suplantación del dios arcaico (en un movimiento de rescate y re-actualización), por el valor que se autovaloriza; entre otros importantes temas de los que trata el autor, como la violencia, la nacionalidad o la religiosidad.
Pero son los conceptos de mestizaje cultural y de ethos barroco los que, sintomáticamente, a la vez de constituir la propuesta del autor sobre una re-interpretación de la historia de América Latina, de la particular y multifacética modernidad latinoamericana, representan uno de los aspectos más originales y destacados de la obra de Bolívar Echeverría.
En primer lugar, a partir de la idea de este mestizaje cultural que parece contraponerse lo mismo al racismo (la imagen de “blanquitud” del proyecto de la modernidad europea) que al fundamentalismo indígena (los indios puros, escapados del proceso histórico del mestizaje), el autor considera que el mestizaje no es un “diálogo de culturas” o un simple “encuentro” de dos grupos humanos, sino una simbiosis, un enriquecimiento mutuo de dos civilizaciones con proyectos históricos diferentes y contrapuestos, de los que emerge, propiamente dicho, la modernidad latinoamericana. Pues a pesar de la negación, la suplantación y la destrucción del otro y la imposición de la cultura de los vencedores, (a partir de la Conquista de América; una conquista todavía hoy “inconclusa”, en ciernes, con la intención de completarse) la cultura de los vencidos permaneció latente; sin duda despojada de su magnificencia por haber sido prácticamente mutilada debido a la destrucción de su civilización, pero sin que su alternativa civilizatoria se hubiera agotado, manteniéndose, entonces, en un estrato de experiencia histórica todavía no expropiada o vaciada de su contenido, y que al manifestarse en el registro de la vida cotidiana en una posición de resistencia, intervenía en lo otro y lo forzaba a abrirse, propiciando un involucramiento, una reproducción de las identidades. Cuando Bolívar Echeverría dice que “la forma propia de existencia de las culturas es el mestizaje” (p.204), está señalando que éste mismo sería la estrategia más importante de la reproducción de la identidad social y, para el caso de la cultura latinoamericana, el mestizaje representaría un rasgo distintivo, una “peculiaridad” (p.199).
En segundo lugar, el barroquismo ocuparía un lugar central de la cultura y la modernidad latinoamericanas, como un fenómeno, como una descripción crítica de éstas, como un principio que estructuraría la experiencia de la vida cotidiana, del tiempo cotidiano, donde lo barroco desplegaría tal fuerza que haría posible mostrar la incongruencia de la modernidad capitalista, y al permitir ver su crisis, señalaría también, en el registro profundo de la vida cultural, la necesidad imperiosa de una modernidad alternativa. “El aparecimiento del ethos barroco en América tiene que ver directamente con el hecho de la Conquista” (p.213) dice el autor sobre un principio que reordena y reconfigura el mundo de la vida, la experiencia cotidiana a partir de la inauguración de una posibilidad de reciprocidad, de retroalimentación entre los vestigios, las huellas de las civilizaciones americanas destruidas por la Conquista, cuya situación límite (de fragmentariedad, mas no de caducidad o de total agotamiento de sus capacidades de transformación) les impediría proseguir con su proyecto histórico, debido al hecho de su casi total aniquilación; escenario frente al que los descendientes de estas culturas latinoamericanas tuvieron que inventar “una manera de sobrevivir” ante la presencia victoriosa de la civilización europea en América que, pese a su condición vencedora, no podía reproducirse por sí sola, a partir de sus propias fuerzas, en una temporalidad y espacialidad distintas a las de su matriz originaria.
Esta doble condición de lejanía y cercanía marcada por la mutua necesidad de encontrarse, de “citarse” para no sucumbir aisladamente ante el peso de la exclusión, de la negación de lo otro, creó sobre esta base una comunidad de proyecto civilizatorio en el que los herederos de la civilización vencida, los indios, recrearon a su modo la civilización europea que había destruido la suya (un mundo que se había ido para siempre) para restituirla por una versión diferente, un proyecto alternativo que recuperó lo ya existente recreando una versión distinta de esto mismo: la civilización occidental en América. Situación paradójica que el autor registra de una forma inmejorable: “El fenómeno del mestizaje aparece aquí en su forma más fuerte y característica: el código identitario europeo devora al código americano, pero el código americano obliga al europeo a transformarse en la medida en que desde adentro, desde la reconstrucción del mismo en su uso cotidiano, reivindica su propia singularidad” (p.214).

4. Esta “peculiaridad” de la modernidad latinoamericana que Bolívar Echeverría señala con finura, es una de las diversas claves que la lectura de Vuelta de siglo condensa en una especie de fresco de nuestra época. Es un intento por identificar las imágenes que integrarían una visión del mundo a partir del hecho de imaginarlo menos por la apariencia de un futuro promisorio, que a partir de la insoportable condición que impera en éste, en el cual vivimos. Sería pues un esfuerzo de concebir al mundo desde “la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”, como decía W. Benjamin, e identificar las llamadas que el pasado le hace al presente, mostrándole fugazmente su imagen verdadera, como un relámpago que ilumina el cielo de la historia; recordándole, de este modo, que en el tiempo presente se manifiesta con mayor fuerza la actitud transformadora y la acción de las sociedades humanas por alterar el continuum de la historia de los vencedores.
En el discurso crítico de Bolívar Echeverría se encuentra este aspecto paradigmático del intelectual que sabe que la cultura es uno de los más grandes tesoros que se encuentran apilados en la espalda de la humanidad, pero que el compromiso con el presente da la fuerza para sacudírselos para echarles mano, considerando la idea de que si no es posible gobernar nuestra historia a voluntad, sí al menos es posible apropiarnos de ella, tal como ésta relumbra en un instante de peligro.

Se edita el vólumen 11 de Contrahistorias. La Otra mirada de Clio.


En este número 11 de la publicación mexicana, el lector podrá encontrar los siguientes textos.
Bolívar Echeverría: Un concepto de modernidad.
Adolfo Sánchez Vázquez: Crítica y Marxismo.
Carlos Alberto Ríos Gordillo: Dialéctica del Siglo XX. A propósito de Vuelta de siglo, de Bolívar Echeverría.
Jabvier Sigüenza Reyes: La dimensión cultural o la existencia en ruptura. Sobre la teoría de la cultura de Bolívar Echeverría.
Raúl Zibechi: La revolución de 1968. Cuatro décadas después.
Entrevista a Bolívar Echeverría sobre la revolución del 68 en México.
Reinhaar Koselleck: Para una historia de los conceptos: problemas teóricos y prácticos.
Claudia Wasserman: 1810, 1910, 2010. Independecia, Revolución Mexicana, futuros de América Latina.
Carlos Aguirre Rojas: Un nuevo giro hacia la izquierda. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (entrevista con Marlon Santi).

viernes, 4 de julio de 2008

Boletín de Asociación de Historia ACtual, nº 14

Con la idea de estrechar vínculos entre los itnegrantes de la red internacional que conforma la Asociación de Historia Actual, se decidió recientemente relanzar el proyecto del Boletín de la Asociación, esta vez, en versión online. Más abajo os remito el link del número 14 y el de la colección completa del boletín. En este número 14 podréis encontrar, junto con un buen número de eventos y noticias en los que participan miembros de la Asociación de diferentes países, un monográfico sobre mayo del 68 (Hungría, Egipto, Turquía, etc.) así como algunos análisis sobre la actualidad de algunos países (Finlandia o Estados Unidos); análisis realizados por miembros de la asociación oriundos o residentes en los mismos. Es este mi caso en relación con México. Dado que soy el único integrante de la Asociación que acutalmente reside acá, Julio Pérez Serrano -a quien, entre otras cosas, le debo el haberme enseñado a pensar la historia- tuvo a bien invitarme a escribir un pequeño ensayo sobre la actualidad mexicana. De manera muy impresionista, respondí a su requerimiento lo que, sin embargo, me ha servido para poner en orden algunas ideas sobre las contradicciones y las posibilidades a las que se enfrenta el México de hoy. Agradecer a mi amigo Carlos Ríos -doctorando de la UAM que está realizando un interesantísimo trabajo de investigación sobre Marc Bloch- las indicaciones que me dio a la hora de ordenar esas ideas.

Boletín de AHA, nº 14:

Colección completa:

lunes, 26 de mayo de 2008

El conflicto colombiano II: Colombia hoy, desde una perspectiva histórica


Continuando con el tema planteado en la entrada anterior, me remito a una de las preguntas que en su exposición lanzaba el compañero Miguel Ángel Beltrán: en relación al estado actual del conflicto en Colombia ¿cuál es la interpretación del gobierno colombiano (campo político) y la imagen que trasmite la prensa colombiana (campo periodístico)? En ambos casos, se parte de una premisa básica: en Colombia no hay ningún conflicto armado, sino una lucha contra el terrorismo. Esta premisa viene acompañada de un corolario: es posible derrotar militarmente a la insurgencia; objetivo que, por lo demás, se considera de cercana consecución.
En este marco general se han implementado las denominadas “Políticas de Seguridad Nacional” dentro de una relectura del Plan Colombia. Estas políticas -al margen de las acciones militares que contemplan (v.g. Plan Patriota y control del territorio)- se articulan sobre de una serie de principios; entre los me interesa destacar los siguientes:
1- Lograr la seguridad de todos los ciudadanos involucrando a la población civil a través, por ejemplo, de figuras como el informante.
2- Judicialización del conflicto a todos los niveles mediante la creación de un marco legal o estatuto antiterrorista.
3- Acción “autónoma” de las Fuerzas Militares en términos de organización social legítima.
4- Desmoralización del combatiente mediante una acción a gran escala en los medios de comunicación.
Algunos éxitos parciales logrados en el campo militar han fortalecido la idea, no sólo de que estos principios deben articular la interpretación militarista del conflicto, sino que la estrategia que de ellos se derivan es la adecuada para derrotar a la guerrilla en un plazo razonable. Ahora bien, ¿es esta la única interpretación posible y, en consecuencia, la estrategia adecuada para la resolución del conflicto? ¿cabe aplicar una perspectiva histórica sobre el problema? Finalmente, ¿qué ganaríamos al apostar por una interpretación derivada de dicha perspectiva histórica frente a aquellas que se derivan del campo político y periodístico? A responder a estas preguntas dedicó Miguel Ángel Beltrán buena parte de su intervención aplicando los recursos de dicho enfoque historiográfico a dos aspectos fundamentales: la naturaleza del conflicto colombiano y la naturaleza de la interpretación militarista dominante que acabamos de presentar. Veamos brevemente cada una de ellos y las conclusiones a las que llegamos en el turno de debate.
En primer lugar, ¿cuáles son los vectores fundamentales que –con alto grado de consenso historiográfico- podemos decir que articulan la historia política reciente de Colombia?
1- Incapacidad del estado para dar respuesta a ciertas demandas básicas de la población, especialmente al problema agrario y la postergación de una reforma que palie los efectos más devastadores derivados de dicha problemática.
2- Uso sistemático de la violencia por parte del estado y militarización del vida civil, como demuestra el altísimo número de estados de sitio decretados por los gobiernos (hecho, añadía Miguel Ángel, que ayuda a explicar por qué en Colombia no ha habido golpes de estado como en otros países latinoamericanos).
3- Las características “premodernas” de los partidos dominantes, constituidos como estructuras clientelares y regionales. Partidos, por otro lado, que han mantenido un constante enfrentamiento de carácter armado, como demuestran las 10 guerras civiles –seguidas de sus respectivas 10 constituciones- que acaecieron en la Colombia del siglo XIX (algo que, como nos recuerda Miguel Ángel, nos debe poner en guardia ante el mito de la “más vieja democracia de América Latina”).
4- Exclusión del poder de otras fuerzas sociales con representación política, especialmente de la izquierda. Y esto como consecuencia, no sólo de los mecanicismos que regulan la propia estructura política, sino de sistemáticas persecuciones orquestadas desde los diferentes poderes del estado.
5- Debilidad histórica de los movimientos sociales que podrían constituir un contra-poder a los partidos dominantes; si bien, en momentos muy específicos, sí habrían logrado cierta importancia.
Este sería a grades rasgos el marco de “larga duración” en el que cabe situar el actual conflicto colombiano. Con más de 50 años de duración, dicho conflicto posee un perfil propio por la irrupción de tres actores fundamentales: la guerrilla, los paramilitares y el narcotráfico. Frente a la interpretación del gobierno Uribe que equipara guerrilla y paramilitares y considera al narco como el elemento que lo del que ambos se alimentan; Miguel Ángel ofreció una radiografía de cada uno de estos agentes, mostrando la especificidad de cada uno de ellos: el vínculo entre la guerrilla y la importante base social campesina sobre la que se erige; el papel desempeñado por los paramilitares como elementos de la contra-revolución agraria y la función del narco, en tanto que elemento capaz de corromper la situación creando otro tipo de violencia y ocultando las raíces profundas del problema.
Interpretado en estos términos, Miguel Ángel concluye que la naturaleza del conflicto colombiano, lejos de ser de carácter terrorista-militar, posee una dimensión político-social, que es precisamente la que oculta la interpretación gubernamental y la que ofrecen los medios de comunicación. Finalmente, si el conflicto es de índole político-social es de esperar –señala Miguel Ángel- que pese a los éxitos parciales en el terreno militar y la proyectiva del gobierno, aquel persista de una forma u otra.
Pero entonces, ¿por qué esta dimensión político-social (apoyada en un enfoque historiográfico), desparece de la agenda gubernamental? ¿Sobre que bases se apoya esa interpretación exclusivamente militar del conflicto? Nuevamente recurriendo a la perspectiva histórica, Miguel Ángel nos recuerda la necesidad de vincular la reactualización del Plan Colombia acaecida en el 2002 y que da carta de naturaleza a la solución militar, en el contexto latinoamericano del auge de los gobiernos de izquierdas y, en consecuencia, de la renovada importancia de Colombia para la estrategia norteamericana en el hemisferio. Por otro lado, en el debate se discutió la necesidad de ubicar también el conflicto en un contexto mundial. En este sentido, los vectores que articulan la estrategia del gobierno colombiano constituyen una variante del nuevo paradigma antiterrorista que hizo su entrada en la política internacional a raíz de los sucesos del 11 de septiembre. En torno a dicho paradigma comentamos la mezcla de elementos religiosos y tecnocráticos que caracterizarían a la subjetividad de los grupos sociales que sostienen dicho paradigma. Religioso, en cuanto a las oposiciones que esas subjetividades movilizan a la hora de articular dicho paradigma -y que en buena medida constituyen ramificaciones de la oposición básica bien-mal-. Tecnocrático, en relación a la forma de implementar las políticas basadas en el mismo.
No debe resultar extraño que, dado este repliegue hacia posiciones políticas alimentadas de un sustrato ideológico de carácter religioso, cualquier operación que aspire a trascender dicha interpretación; es decir, adquiera perspectiva hacia el conflicto con el fin prioritario de entenderlo, sea descalificada como connivencia con el terror. Se configura así el escenario ideológico oportuno para insuflar fuerzas a quienes cuestionan la capacidad de la historia para involucrarse en las luchas de su propio presente. Propuestas como las de Miguel Ángel Beltrán nos sitúan en la senda opuesta, pues consiguen rehabilitar en la práctica el potencial crítico que va implícito en la adopción de una perspectiva historiográfica a la hora de interpretar las luchas sociales del presente.

El conflicto colombiano I: la historia actual como problema


La práctica de la historia actual debe encarar una serie de problemas afines a cualquier disciplina con ambiciones científicas: estatus epistémico y régimen de verdad, delimitación de objeto de estudio, técnicas y metodologías adecuadas, utilidad social de sus productos, etc. Sin embargo, en el caso de la historia actual, estos problemas comunes se ven impregnados por una coloración especial derivada de la particular acusación de la que es objeto desde determinados círculos historiográficos.
Esta acusación puede englobarse bajo el rótulo de “falta de perspectiva histórica”. En líneas generales el argumento puede resumirse como sigue: el historiador, inmerso en su “presente histórico”, no puede emitir un juicio al respecto sin evitar que su voluntad expresiva de orden ético-político interfiera y distorsione la objetividad de los resultados. En consecuencia, sólo cabe hablar de historia científica en el caso de aquellos procesos históricos que puedan darse por cerrados: los “objetos del presente” quedan fuera del juicio del historiador. Creo que los basamentos teóricos que sostienen esta estrecha interpretación de la labor historiográfica hacen aguas por doquier. Sin embargo, me centraré exclusivamente en la dimensión política del problema.
Es sabido que la crítica del presente y la posibilidad de poner la ciencia social al servicio de dicha causa forman parte del ideario de cualquier propuesta emancipadora. Dicha convicción se sustenta en el poder desencantador de la ciencia y en su capacidad para desocultar los mecanismos ideológicos de dominación sobre los que se sustenta el estatus quo. En este sentido, una de las posibles estrategias conservadoras –no la única desde luego: la ciencia también puede servir para legitimar el estatus quo- apunta en la dirección de limitar los objetos científicos legítimos a campos indirectamente relacionados con el curso de las luchas sociales actuales. Apelando a la falta de “perspectiva histórica”, la historia actual como ciencia social no sólo queda deslegitimada, sino que indirectamente se nos impele a construir cualquier representación social del presente fundamentalmente a partir de las fuentes que nos ofrece el campo de la política y del periodismo. Pero, ¿acaso el periodismo o la política gozan de mayores credenciales “perspectivistas” que la historia?
La capacidad para adoptar perspectiva hacia un determinado problema depende de dos variables: distancia (ejercer como observador y no como parte implicada en el problema) y tiempo (disponer de octium para escapar a las urgencias con las que dicho problema nos acucia). Dada las funciones sociales que cumplen, las ciencias sociales y la historia se encuentran inmersas en las luchas que estructuran las relaciones de fuerza del universo social. Sin embargo, su dependencia respecto a estos conflictos resulta mucho menos directa que en los casos de la política o del periodismo. Dicho de otro modo, la historia y las ciencias sociales gozan de una mayor autonomía respecto a las determinaciones que ejercen los cambios acaecidos en el universo social que el campo periodístico y el político. Esta mayor dependencia del periodista y el político proviene en gran medida del hecho de que su agenda, estrategias y técnicas son valoradas por el juicio de agentes externos al campo, en un grado mucho mayor que en el caso del historiador; dicho sea de paso, dependencia de juicio externo que no debe interpretarse como virtud democrática (sólo un ideólogo de cortas miras defendería que el sistema capitalista es democrático porque los consumidores juzgan a las empresas cada vez que realizan sus compras).
Pero lo que realmente ahora nos interesa es señalar la siguiente ecuación: a menor independencia, menor perspectiva. Efectivamente, en primer lugar, cuanto más directamente depende la lógica de un campo de las luchas sociales, mayor implicación de sus agentes en dichos conflictos; es decir, menor capacidad para actuar como observador y mayor tendencia a hacerlo de forma partisana. En segundo lugar, esa mayor dependencia también se traduce en una hipoteca temporal. El ritmo que gobierna la lógica del campo goza de magra autonomía respecto a la temporalidad de las luchas sociales. En este sentido, el campo político y el periodístico son especialmente sensibles a cualquier acontecimiento que acaece en el universo social. El ritmo que los regula responde a un tempo événementiel de constante reactualización, en función de las urgencias que impone la lucha social. En otras palabras, a mayor dependencia, menor octium y, en consecuencia, menor perspectiva. En definitiva, dado dicho déficit de perspectiva del que adolece el periodismo y la política en comparación con la historia, cabe concluir que, en la construcción de la representación del presente, aquellos cumplen mucho mejor y más eficazmente su función ideológica que ésta.
¿Qué se nos está pidiendo entonces cuando se nos conmina a que abandonemos las ambiciones de una historia actual apelando al argumento de la “perspectiva histórica”? ¿qué ganamos expulsando a la historia del análisis del mundo actual? o mejor ¿quién gana sancionando el análisis histórico del presente? Al “invitarnos” a abandonar al pretensión de dotar al presente de una perspectiva histórica apelando a una sanción epistémica sostenida sobre en un parco argumento, por no decir sobre una falsa imputación, se nos pide que, a la hora de construir las interpretaciones y juicios sobre las luchas sociales actuales, sustituyamos una disciplina con potencial crítico por unas prácticas donde la función ideológica desempeña un papel mucho más importante. En pocas palabras: menos ciencia y más religión. Por otro lado, con el éxito de esta estrategia disfrazada de axioma científico, los movimientos emancipadores y subversivos que concurren en las luchas sociales actuales quedarían desahuciados de las inapreciables armas de la ciencia que los intelectuales comprometidos con sus causas pueden poner a su disposición. Finalmente, si esto ocurriera, y parafraseando a E.P. Thomspon, “la ballena sonreiría con gesto de aprobación”. Afortunadamente, parafraseando en este caso a F. Engels, “esto no ocurre ni siquiera en Colombia”, como bien puso de manifiesto el pasado día 13 de marzo nuestro compañero Miguel Ángel Beltrán al discutir en un seminario sobre la situación actual del conflicto colombiano; revelador evento sobre el que discutiré en la siguiente entrada del blog.

jueves, 15 de mayo de 2008

Hermanos en la adversidad: el terrorismo global de la economía neoliberal

La actual agenda política mexicana viene marcada en gran medida por el proceso de privatización de PEMEX; proceso que el gobierno panista de Calderón presenta como una reestructuración de la empresa pública con el fin de hacerla más competitiva en el mercado energético global. En otras palabras, bajo una argumentación de carácter técnico se pretende crear las bases de un cambio de régimen en la propiedad de este verdadero símbolo nacional; a la par que se evita una impopular –aunque legalmente necesaria- modificación de la constitución mexicana que sanciona la propiedad pública de los recursos energéticos nacionales. Esta acción se enmarca en el proceso de liberalización de la economía en el que México se encuentra embarcado, al menos de forma explícita, desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio en 1995. Al pensar sobre los efectos que esta política de liberalización económica produce sobre el tejido industrial y energético nacional, me ha venido a la memoria un valiente artículo que escribió mi amigo y profesor Francisco Vázquez -a la sazón catedrático de Filosofía de la Universidad de Cádiz- con motivo del cierre de la planta industrial de Delphi-Generals Motors en la Bahía de Cádiz, durante el pasado 2007. Creo que una relectura del mismo a la luz de los acontecimientos mexicanos no sólo resulta completamente pertinente, sino que nos invita a recordar cómo, parafraseando a Orwell, los efectos perversos de este “proceso mundial”, hermanan a los trabajadores de todos los países.

Terrorismo Global en la Bahía por Francisco Vázquez García
No es descabellado calificar el reciente cierre de Delphi como un acto de terrorismo global. Se trata en efecto de una acción súbita que arrasa con vidas y haciendas y lo hace despreciando a la ley -obsoleto instrumento de esa pieza de museo que es la soberanía nacional- y convirtiendo a las personas en objeto de un cálculo estratégico que sólo ve en ellas la condición de recursos rentables. La diferencia entre el terrorismo de sangre y el terrorismo industrial es que el primero mata ateniéndose a criterios de rentabilidad política mientras que el segundo abandona a su suerte a las víctimas aduciendo imperativos de rentabilidad económica. Todo apunta a que, pese a lo repentino del anuncio, la decisión de ese Ben Laden sin rostro que encarna este género de compañías había sido concertada desde hace años, siguiendo una estrategia tendente a adelgazar paulatinamente la empresa. Aunque el nivel de productividad de la planta fuera más que aceptable y los pedidos no faltaran, la suerte estaba echada; la expectativa de aumentar los beneficios gracias a los bajos costes salariales que ofrecía la instalación de la empresa en otros países era determinante. A veces tiende uno a figurarse que las compañías multinacionales funcionan como grandes monstruos fríos, más o menos monolíticos, donde mentes aviesas rigen los destinos de los gobiernos y de las personas. Nada más equivocado. El cuerpo de la multinacional moderna se asemeja en esto a la estructura celular y descentralizada que presentan las organizaciones terroristas más avanzadas. La firma crea en su interior un sucedáneo de mercado, donde las diferentes unidades productivas compiten entre sí en una desigual lucha darwiniana. Con objeto de atraer la inversión, los Estados del primer mundo compensan los relativamente elevados costes salariales con toda clase de prebendas -desde subvenciones por tipos de contratación hasta la concesión de terrenos e infraestructuras. La compañía vampiriza estos recursos que todos pagamos y cuando estima que hay mayores oportunidades de negocio en otro lugar, cierra la planta y deja en la calle a los empleados; ya se encargará la Administración de solventar el coste social de una operación en la que todo son ganancias. Por cierto, ¿quién paga los gastos sanitarios (alcoholismo, medicación antidepresiva), penales y de orden público (aumento de la conflictividad familiar, incremento de la delincuencia y de la población reclusa) e incluso educativos (crecimiento del fracaso escolar) que acompaña a maniobras tan rentables? Este tipo de bandidaje económico, presentado a veces como el efecto inevitable (colateral) de la globalización de los mercados alienta, paradójicamente, un intervencionismo estatal a gran escala. En primer lugar hay que intervenir para dar facilidades a la inversión; en una segunda vuelta debe intervenirse para paliar los destrozos causados por la misma. Mientras tanto, nuestros gobernantes siguen preocupados con el sexo de los ángeles de la realidad nacional y de los Estatutos reformados; como si la agenda política del país fuera dictada por los nacionalismos periféricos y por sus detractores. ¿Quién habla del deterioro del empleo, especialmente sensible en la provincia con mayor tasa de paro? ¿quién comenta la creciente fractura social entre integrados con acceso al trabajo estable y excluidos, cada vez más etnificados y asociados a la inmigración? ¿quién cuestiona la pérdida del escaso tejido industrial andaluz? Se dirá que la emergente división mundial del trabajo, cosméticamente bautizada de segunda modernización, obliga en Andalucía, y particularmente en Cádiz, a reorientar las economías hacia el sector de la industria turística, por no hablar del floreciente sector inmobiliario. ¿Van a acallar la protesta de la ciudadanía -que ve en el desastre de Delphi la prefiguración de su futuro posible- invocando otra vez la promesa de una California del sur? ¿Es la industria, donde se concentran los nichos de empleo más estable, la enfermedad y el turismo, reino del trabajo flexible y precario, el remedio? Pueden contarle esa milonga a las familias de los operarios de Delphi; pueden añadir la fábula del autoempleo y recordar con admonición la falta de iniciativa que aqueja a los andaluces. Pero ya no van a engañar a nadie, porque el asunto, para las víctimas de este atentado y para la ciudadanía que las respalda, no es ya preguntarse qué nos va a pasar sino afrontar qué podemos hacer.